Publicado en El Nuevo Día (11 de agosto de 2011)
El hambre de hoy se llama soledad; el aislamiento se ha tornado en una pieza social que se relaciona con lujo y exclusividad. Ser de los pocos, pertenecer al grupo selecto, estar cubiertos por el resguardo de un control de acceso, vivir arropados por rejas, sentirnos dueños del prójimo, colegiar el sentimiento para mantener la exclusividad de las emociones son características que alimentan nuestro aislamiento social.
Nuestros niños nacen y de inmediato les aseguramos una existencia de soledad. Hay una línea fina entre lo exclusivo y lo excluido y muchas veces no estamos conscientes de las reglas de comportamiento social y nuestros extraños códigos de convivencia, lejos de hablar de nuestra exclusividad civilizada, expresan inseguridad, temor y sobre todo alimentan los prejuicios que llevan a la soledad.
En la soledad hemos montado nuestra apatía, a veces en la tertulia diaria se observa una inclinación enfermiza hacia el insulto convirtiendo al prójimo en blanco de la próxima burla. Resulta natural, en una sociedad de exclusión, que la gente “diferente” sea víctima del estigma.
Hablamos del gordo o del flaco, del prieto, del enano, del guaynabito o del colgao, de la nalgona, del caserío, del riquitillo, del tecato o del “pato”, del hermano separado, del mundano impío, del vende patria o del comunista. Expresiones que establecen las pautas del rechazo y aíslan.
Una niña sale al patio de su hogar y sin mediar argumento se quita la vida; una persona encuentra fuerzas y argumentos para justificar el acecho a su víctima y quitarle la vida; otra persona conduce borracha y, sin medir las consecuencias de su estado, provoca un accidente fatal. Todas estas son manifestaciones terminales de soledad.
Lo peor es que por cada una de ellas hay miles que no llegan a la muerte física pero sí llegan a matar una ilusión, logran apagar un sueño y sabotean la esperanza. Podríamos ser víctimas de la próxima bala o del próximo insulto pues al fin y al cabo, no hay diferencia: una quita la vida y la otra quita la paz.
Nos hacemos ciudadanos cuando llegamos a tener conciencia de los sentimientos y emociones de los demás seres humanos y es ahí donde nos toca romper murallas y rebelarnos contra lo que nos separa y desobedecer las pautas del aislamiento y amorosamente acercar nuestro corazón al otro corazón y prójimo con prójimo entender el valor de la aventura solidaria de una revolución de amor. Esta columna de hoy tiene poca posibilidad de competir con el nuevo chisme político o de superar el apetito insaciable de ver quién insulta más. Pero tiene la magia, si se quiere, de provocar reflexión.
El primer número natural es el uno, y la unidad se define como la propiedad de las cosas que no pueden dividirse sin sufrir alteración. Los que se han dedicado a desunirnos no han tenido conciencia de las implicaciones. Podemos diferir sin dejar de transformar, pero éste no es el caso.
Nuestro país se dirige directamente al colapso de la aventura ciudadana. Las ideas de patria han sido seducidas por un colérico temperamento colectivo en el cual nuestra espina dorsal se quebranta albergando un sistema nervioso infectado por la inmediatez y el desequilibrio, lo cual resulta en una sociedad que ha escogido ser oposición permanente.
Los que hoy despiertan como ángeles, de inmediato los convierten en el próximo demonio y pasan aceleradamente de la novedad tolerante a la muerte súbita. La revolución que nace en nuestros corazones debe de extenderse a través de nuestras manos y llegar a tocar a un mundo herido, lleno de gente herida y sola. Yo no tengo licencia para curar, sólo soy un pescador de sueños, pero todos tenemos licencia divina para sanar. Amarremos nuestros corazones con hilos de amor; acerquemos nuestras voluntades con puentes de paz; superemos nuestras diferencias con lazos de respeto y regalémosle a esta bendita tierra el perpetuo amanecer de la justicia. Ésa es mi “receta”.