Publicado el 15 de abril de 2015 | PRTQ
Por José A. Vargas Vidot
La incansable saga de quienes viven sin hogar.
Las calles se convierten en sentencias de tristezas cuando la solidaridad muere atropellada por la noche eterna de los que han perdido la esperanza. Y es que, un fenómeno sin libreto ha asumido el protagonismo en un teatro de vida donde las calles son la re-interpretación de un vodevil sin público que aplauda. Las personas que viven sin techo, que pernoctan en las calles, que han hecho de las intercepciones un nuevo peaje urbano capaz de dramatizar con intensa fidelidad la magnitud de este nuevo/viejo problema son la nueva manifestación de un asunto de gobernanza.
Aun cuando las autoridades pertinentes ubican numéricamente el fenómeno en 8 a 10,000 personas, la realidad de quienes formamos parte de una amorosa incursión diaria que nos pone en contacto en forma más intensa, la estimamos en 28,000 a 30,000 personas. La llamada deambulancia que realmente no debe de llamarse de esa forma, es sin lugar a dudas una expresión abierta y dura que revela lo que ya va siendo obvio en muchísimas situaciones que se describen en un país en depresión económica permanente. Cada persona que vemos en las calles, es un reflejo del fracaso del proyecto social, es una propuesta de ciudadanía que fue cancelada por el asistencialismo, por la desigualdad y por la falta de equidad.
El perfil de esta comunidad llega a ser en sí mismo una convocatoria para el resto de la sociedad, un llamado para que primeramente estemos en alerta a las condiciones que nos hacen vulnerables a que esta realidad de vivir en las calles ya no sea un fenómeno aislado. Cualquiera, en las condiciones sociales que hemos construido se vuelve intensamente vulnerable a lo que antes percibíamos como algo aislado. Tomemos en cuenta el impacto que sobre este fenómeno ejerce una escuela que ha perdido su rumbo en la cual casi el 51% de sus estudiantes jamás culminarán con éxito sus estudios, una dinámica relacional totalmente adversativa, en la que la tolerancia ya no forma parte de valores, un desempleo que sobrepasa el 14% y un índice de crecimiento económico negativo. Miles de ciudadanos emigran hacia el exterior y a raíz de esto, se desintegran redes y estructuras familiares, el nido se vacía. La calle seduce la pobreza y comienza a concebir a sus hijos desde una matriz que viene nutrida con indiferencia e insensibilidad.
Y allá tan lejos pero tan cerca, pernoctan miles de ciudadanos a expensas de la desesperanza aprendida y del amor desaprendido. Cada mes perdemos de 2 a 8 personas víctimas de accidentes automovilísticos, violencia y enfermedades, todas ellas comulgando de un cáliz común, una mezcla de soledad y oscuridad espiritual. El país se nos hace inmenso y perdemos de vista a quienes en un momento fueron parte de nuestro techo , de nuestros sueños e ilusiones. Cada persona que vemos desfilando en uno de los cientos de peajes urbanos con un vasito en la mano mendigando unas monedas, son personas alrededor de las cuales se construyeron sueños de éxito y de amor pero luego la vida se tornó contradictoria y elementos como la justicia y la equidad le dieron la espalda dejándoles sin otra cosa que no sean las huellas del dolor sentido.
Sobre 10,000 familias enfrentan todos los días la amenaza de las calles, tienen casas, techos pero han perdido sus hogares, esto sin considerar que en los últimos dos años se han ejecutado más de 20,000 viviendas hipotecadas, se han perdido 244 millones en automóviles reposeídos por falta de pago. La situación es difícil para los que todavía tienen un techo, imaginemos para quienes han perdido el tejido social.
Las personas sin hogar, las sin techo, las desamparadas de la vida, las que ni siquiera pueden decir que han perdido pues nunca han ganado nada que no sea su boleto de ida a un mundo que les ha cerrado las puertas, representan un reto para la sociedad, no una amenaza, sino un reto que tiene que ver con nuestra capacidad de remirar el mundo, de aprender a leer la crónica oscura de una sociedad que necesita ser transformada. Cada persona que vemos en las calles representa un pedazo de corazón perdido que a su vez pone en peligro la circulación que nutre el entretejido que supone una sociedad en inmensa necesidad de capital social.
Cada persona que vemos viviendo bajo las estrellas, y no por su libre albedrío sino porque anda cautivo en la noche eterna de su vida, nos recuerda que nuestro deber desde los espacios vivos que incluyen la academia, la iglesia, las asociaciones de ciudadanos y las organizaciones de comunidad se encuentran frente al imperativo moral de responder con acciones concertadas y solidarias. Contestarle a la calle, a los hijos e hijas de la calle es salir de la teoría y enfrascarse en la praxis, es desarrollar políticas publicas coherentes, es entender el fenómeno en su mismísima esencia, es amarrar el corazón y el intelecto en un solo sentir y darnos cuenta que asumir responsablemente esta problemática es dejar de echar vicariamente en los hombros de políticos desgobernados la responsabilidad de construir país y asumirlo nosotros y nosotras.
Hay que desarrollar una estrategia de abordaje carente de mitos, prejuicios y culpas. Hay que abrir las puertas de las oportunidades, creativamente invitando al diálogo liberador, haciendo diagnóstico comunitario participativo, delineando estrategias desde el importante ejercicio de escuchar. Además hay que provocar la construcción de infraestructura de reinserción social productiva y pertinente que incluya estímulos hacia los cambios en fases lógicas y al ritmo de quienes están dándolos, impulso a la autogestión incluyendo el estímulo a negocios basados en micro prestamos, desarrollo de viviendas cooperativas y empresas colectivas, tratamiento para uso problemático de drogas o sustancias ilícitas, acceso a tratamiento de salud mental y emocional, prevención de recaídas, consejería de seguimiento y continuo de cuidado.
Debemos igualmente estar conscientes de que en circunstancias de rudeza económica sostenida en donde se legisla para apretar aún más el cuello del ciudadano, los gobiernos están obligados a desplegar planes de contingencia social y prevenir que más gentes lleguen a las calles.
La deambulancia, si es que así se le quiere llamar, el desamparo, las carencias de lo esencial, vienen a ser el apostolado moderno. La sociedad, incluyendo a los que se asumen con más conciencia social, ha invisibilizado a esta comunidad. Nos toca despertar de este sueño de país desarrollado y reconocer con gallardía que tenemos camino por caminar, que debemos convertir nuestra indignación en participación y reconociendo los dolores de la noche reclamemos el amanecer.
Esta noche construimos futuro desafiando presentes, esta noche el amor no se disimula y el dolor ya se disipa. En memoria santa de hermanos y hermanas sin techo que han fallecido víctimas de las injusticias de acciones descerebradas, esta noche encenderemos el amanecer con el sagrado fuego de la dignidad.