Publicado el 13 de diciembre de 2015 | El Nuevo Día
Por Gloria Ruiz Kulian
Dos veces en semana voluntarios socorren al prójimo necesitado, una población que va en crecimiento
“Perdonen, pero tengo un sueño pesadísimo. Gracias, gracias. Gracias por venir en mi ayuda. Estoy desamparado. La familia no necesariamente tiene que ser de sangre. Les agradezco mucho estar conmigo un ratito”, respondió el hombre de 67 años luego de ser despertado por el grupo de jóvenes.
Francisco Vilchs Vélez dormía en posición fetal en una parada de las guaguas de la Autoridad Metropolitana de Autobuses, ubicada en la avenida Barbosa en Río Piedras. Intentaba combatir el frío de la noche con su cuerpo.
Cinco jóvenes voluntarios fueron a su socorro al despertarlo para ofrecerle un sándwich, un jugo y un café. También cubrieron su cuerpo con una manta. Horas antes estuvieron en “la cueva”, un lugar discreto en Río Piedras en el que voluntarios convocados por la organización Iniciativa Comunitaria preparan alimentos, servicios y utensilios médicos que usarán para asistir a todo usuario de drogas, trabajadores del sexo o personas sin techo que hallen a su paso. El Nuevo Día acompañó hasta horas de la madrugada al grupo de jóvenes universitarios que no solo lleva alimentos sino un cálido abrazo y palabras de aliento para gente que es invisible en nuestra sociedad.
Don Francisco fue el primer agraciado. Por su reacción, no se podía distinguir si valoraba más los alimentos que consumiría esa noche, el fuerte abrazo que recibió o la breve conversación libre de juicios.
El sexagenario es solo una de las miles de personas que viven en la calle, desprovistas de un hogar, de servicios y hasta del respeto del prójimo. Y es que, según el Negociado del Censo federal, para el quinquenio de 2010-14, la pobreza aumentó en 38 de los 78 municipios de la Isla.
A este factor se suma la migración masiva que experimenta Puerto Rico. El año pasado se estableció un récord cuando se fueron del país 83,010 personas. Además, fueron ejecutadas 3,864 hipotecas y en el 2015 la cifra subió a 4,278.
Bajo ese panorama es que la necesidad ha aumentado, dijo el director de Iniciativa Comunitaria, José Vargas Vidot. “Desde hace casi cuatro años y medio empieza a verse un aumento exponencial en las personas que encontramos en la calle. De 60 personas que encontrábamos antes, hoy vemos 120 personas en la ruta regular. Es como si fuera la polarización de la población. Por un lado, personas mucho más jóvenes y por otro, mucho más viejos. Sobre todo, con un elemento común: absolutamente desatendidos, con una impresión de que ya no hay puertas donde tocar, con una incapacidad de ver la esperanza como una opción en sus vidas. Muy enfermos la mayoría de las veces, sobre todo, en el área de salud mental. Son gente que se queda sin familia, algunas que se rindieron, que ya no buscan trabajo. Este año se cerraron 45 programas de rehabilitación del saque”, aseveró.
Desahogo
Entre lágrimas y en un urgente desahogo voluntario, don Francisco habló de su soledad.
“Acostumbro dormir aquí. Vengo aquí cuando estoy cansado, cuando me siento triste. Vengo aquí y echo un sueñito y después me voy de madrugada. Cuando llueve, me mojo”, relató el hombre de pelo plateado y arrugas pronunciadas.
“Aquí estoy desde hace un tiempito. Llevo casi once años en la calle, durmiendo así al garete porque no tengo familia. Tenía familia, pero hace muchos años que no la tengo. Mi mamá se murió hace mucho tiempo. Mi papá era soldado de la guerra de Corea y murió a los 27 años, y entonces pues me quedé en la calle con una hermana que tengo que no quiere saber de mí (llora) porque soy deambulante. La vida en otros tiempos fue buena. Hace mucho tiempo que estoy solo. No tengo nada. No tengo familia”, contó para de inmediato recibir un fuerte abrazo del grupo de jóvenes, una escena que se repitió una y otra vez durante el recorrido. Atrás quedaba el olor, la humedad, sucio, hongo y el hedor a hasta alcohol que emanaba de algunos de los abrazados.
“Gracias, gracias, muchas gracias y que Dios los cuide dondequiera, que vayan con Dios”, se despidió don Francisco.
Parada intensa. La segunda parada del grupo, ya entrando en las calles riopedrenses, fue una más intensa por la cantidad de personas que requirieron de servicios. Fue como si cayera un grano de azúcar y decenas de hormigas vinieran a reclamarlo. Allí era imposible tomar fotos o vídeo para no poner en riego a todos los que estábamos allí.
“Las condiciones que se producen como parte de un perfil siempre son muy variables en las personas que están en la calle. Sin embargo, prevalecen como en un 60% las personas que usan drogas. El 40% (restante) son viejos porque la vejez los tiró a la calle, la pobreza extrema, la pérdida de la familia y la salud mental”, precisó Vargas Vidot.
Al abrir el baúl de la camioneta, cuyo motor nunca se apaga, también por seguridad, los que estaban en la calle se percataron de que se trataba de la acostumbrada ayuda que llega los miércoles y los viernes. “Dame café. ¿Tienes galletas?”, pedían algunos.
Luis J. Morales fue uno de los primeros en tomar un café y un sándwich. Aseguró que estaba allí porque ayudaba “a los muchachos” a sacarlos del vicio. “Intento ayudarlos”, dijo el joven de 25 años que lucía muy acicalado. Sostuvo que vive en Caguas y que, al cabo de horas del recorrido, divisamos en una solitaria calle de Río Piedras en espera de algo o de alguien.
“¿Hay condones, hay condones?”, preguntó una joven que no quiso identificarse. Al recibir la mayor cantidad de condones que pudo, se marchó sin pedir nada más.
Mientras intentaba morder un sándwich, Melisa Maldonado, de 37 años, dijo que llevaba como “tres o cuatro años” en la calle tras pelearse con su familia. “Tengo familia en San Juan. Mi mamá se quiso quedar con mis hijos y me botó a la calle”, contó.
¿Y dónde duermes?, le preguntamos. “En casas vacías, por ahí. Como si fuera de camping. No me da miedo. Él (señaló a un hombre alto que también recibía servicios del grupo de voluntarios) me cuida”, indicó para irse de inmediato.
Mientras esto sucedía, Héctor Luna, a quien los jóvenes llamaban “Pulga”, anunciaba que haría intercambio de jeringuillas, lo que también se conoce en la calle como gancho. Dijo que era adicto a la heroína desde los 18 años y ahora tiene 36. “Curiosidad”, respondió cuando se le preguntó qué lo llevó al vicio. Engulló el sándwich y dijo: “Estamos comiendo esto ahora, (pero) no sabemos cuándo volvamos a comer otra vez”.
El próximo en hacer el intercambio de jeringuillas fue José Santiago. “Deposítalo ahí. Ustedes saben el sistema”, le dijo Lisaura Gómez, estudiante de maestría en sicología comunitaria social de la Universidad de Puerto Rico. Operación Compasión le suplía un paquete con tres jeringuillas, gazas y un cooker (pequeño recipiente de metal).
“Nunca prueben las drogas. Esto es un infierno. Es fácil entrar, pero no salir. No tienes amigos en esto. Eres amigo cuando tienes algo”, afirmó el hombre de 52 años con evidente lamento.
Era momento de abordar la camioneta y seguir buscando al necesitado. Fue necesario, al igual que después de la primera parada, lavar las manos con desinfectante. “Cocolo” fue el objetivo de la siguiente parada. Dormía sobre un cartón que había estirado en el suelo. Sus zapatos y un pequeño bulto permanecían a su lado. Su nombre es Enrique Díaz. Estaba allí, sostuvo, echando un sueñito y en espera de retomar un “chivito” en la plaza del mercado de Río Piedras. Allí, a esa hora, llegan y descargan sus productos los agricultores del país. “Me busco el peso porque estoy desempleado”, dijo.
Su sentido del humor, su perfecta dicción y su profundidad en el diálogo invitaban a la plática durante toda la noche. Increíblemente su escolaridad era de un octavo grado, según dijo.
“Trabajé en una tienda de ropa, con (José) Chemo (Soto, el exalcalde de Canóvanas)”, dijo el hombre de 58 años y quien aseguró que vivía en la casa de una hermana que reside en San Juan.
Habló de lo vital que es la educación y la familia, de la falta de empleos, de la pérdida de valores y de la criminalidad. Contó con picardía que le llamaban Cocolo por su habilidad para bailar salsa. Pero su rostro cambió a uno profundamente triste al hablar de su hijo, el que le mataron a los 27 años, y de su padre que también falleció. “Mi padre era mi adoración. Soy el semblante de él (pensativo). Tengo sentido del humor, pero tengo momentos que me pongo melancólico. Y a veces me pongo a meditar”, aseguró evidenciando un gran dolor por sus pérdidas.
Después de la plática con “Cocolo” aguardaban otros tantos por ayuda, algunos conocidos por el grupo, otros que se sumaban –por primera vez– y engordaban la ya en aumento lista de socorridos, que es documentada. Así, por ejemplo, conocimos a José Rivera Ramos, de 22 años y quien llevaba solo mes y medio en la calle. Le acompañaba otro joven de 24 años que no quiso identificarse.
Estaba en la calle porque su familia le “dio la espalda”. “La calle no está buena, es dura”, comentó para luego decir que concilia el sueño por espacio de 15 a 20 minutos y luego despierta.
Su amigo tenía su propia historia. Llevaba consigo bastantes pertenencias, algo inusual para una persona sin techo. Entre sus propiedades había una extensa silla que le servía de cama. Llevaba solo dos semanas en la calle tras ser echado –por una disputa– en una institución en Río Piedras. Reveló que fue un niño maltratado “y desde no me acuerdo” fue custodiado por el Departamento de la Familia. Ahora, clamaba por alguna ayuda para salir de la calle.
El último de muchos casos en la noche fue Armando González, un exdirector de seguridad marítima y aérea de la Autoridad de los Puertos que tras 28 años de servicio público se retiró al acogerse a una ventana. Los cerca de $1,200 mensuales que recibe –entre pensión y beneficio de seguro social– aseguró que le dan para ayudar a sus hijos y vivir a sus 64 años. Pero paradójicamente contó que en pocas horas –ya había caído la madrugada– iría a un prestamista para empeñar “algo” y así conseguir dinero para sus medicamentos, puesto que hacía solo dos semanas que había sido dado de alta tras sufrir un infarto.
“El Señor me permitió ver de nuevo su creación. Yo no molesto aquí a nadie. A cada cosa negativa, se le saca algo positivo. He aprendido mucho. Que hay personas en el deambulismo que tienen mucha escolaridad. Esto (la calle) me sirve para reorganizarme”, dijo el hombre que no quiso ni siquiera un jugo.
Armando aseguró tener con la calle su aprendizaje. Nosotros también. Los relatos crudos de toda una noche nos mostraron lo valioso y visibles que son aquellos que algunos no quieren ver.